Uno de los casos más conocidos es el de Blandenboro (Carolina del norte), que tuvo lugar en Junio de 1.932. Empezó cuando ardió un vestido de algodón que llevaba puesto la señora Charlotte H. Williamson. No estaba fumando ni se encontraba cerca de ninguna fuente de calor. Entre su marido y su hija consiguieron arrancar la prenda chamuscada de su cuerpo. De forma sorprendente, la señora Williamson no sufrió ninguna quemadura. Más tarde, el mismo día, unos pantalones del señor Williamson quedaron reducidos a cenizas. Al día siguiente ardió una cama y las cortinas y otros objetos de la casa fueron destruidos por el fuego pero sin que las llamas se extendieran.
Entre los extraños presentes se encontraba el alcalde, un médico y una agente de sanidad. Los tres vieron las llamas azuladas que en ningún momento desprendieron humo y prácticamente no dejaban olor. Los fuegos surgían de la nada y se desvanecían tan misteriosamente con se habían originado, quemando tejidos y otras cosas pero sin provocar daños sobre las personas. Tras exhaustivas investigaciones, no se encontraron fallos de ningún tipo en la instalación eléctrica ni en la del gas y cinco días mas tarde el fenómeno desapareció del mismo modo en que había comenzado.
En 1.945, en la aldea de Laroya, en las estribaciones de la Sierra de los Filares, en Almería (España), se produjeron misteriosos fenómenos de pirogénesis en algunos cortijos. Los hechos empezaron un día a las ocho de la tarde en el cortijo de Pitango, cuando a la hija de los campesinos, de 4 años de edad, de repente se le incendió el delantal mientras jugaba con un amigo. Ante los gritos de los chiquillos la madre acudió y apagó el fuego del vestido, resultando la niña con ligeras quemaduras. Pusieron a dormir a la criatura en su jergón y a los pocos minutos volvió a inflamarse su pijama y acto seguido la sábana se convirtió en una pira de fuego. Al mismo tiempo, en otra parte de la casa, un haz de fibras de esparto y paja de centeno empezó a arder misteriosamente. Solucionaron los incendios sofocándolos con mantas húmedas, a la vez que fuera, el pajar del cortijo ardía hasta quemarse por completo.
Pocos días después y a la misma hora, en otra pequeña casa de la zona, la Fuente del Saz, otro extraño fuego quemo varios haces de cebada y centeno. Se quemaron ropas de la cama, los mosqueros de esparto y hasta el carro que se hallaba en el patio, sin ninguna posibilidad de que existiera relación entre los incendios.
Al día siguiente fue una tercera vivienda la que sufrió los misteriosos fuegos. Era la casa de don Miguel Acosta, que se encontraba bastante alejada de las otras dos. En presencia del dueño y de forma espontánea fueron incendiándose balas de paja, centeno, vestidos y diversos objetos de la casa. El fuego fue rápido y voraz, quemando sólo objetivos determinados, sin alcanzar a otros de su alrededor.
El mismo día, en otra vivienda de la zona, en el cortijo del Cerrajero, se reprodujeron exactamente los mismos fenómenos pirogénicos. Los fuegos, súbitos e inexplicables, asolaron diversos puntos del lugar y nunca pudo encontrarse un elemento activador de los mismos. Para entonces, la gravedad de los hechos motivó que interviniera la Guardia Civil. Uno de sus agentes, testigo de los hechos, manifestó: las llamas eran rojizas y el humo azulado y muy espeso. El fuego era muy vivaz y había un viento suave de levante.
Por esos días, otros misteriosos fuegos se produjeron en la casa de los Franco, en donde las deflagraciones tuvieron lugar simultáneamente en varios puntos. Ardieron las lentejas amontonadas en la era, así con haces de leña y utensilios agrícolas. Según el testimonio presencial de la Guardia Civil: El destello era de un marcado color púrpura y desprendía un fuerte olor azufrado. Al instante se elevaron las llamas rojizas a unos tres metros de altura y parecían proceder del cielo.
Los hechos alcanzaron tanta gravedad, que el Gobierno Civil de Almería envió una comisión de técnicos dirigidos por el ingeniero don José Rodríguez Navarro. No encontraron actividad volcánica, ni polvo incandescente proveniente de dicha actividad, ni escapes de gases geológicos, ni tormentas eléctricas secas, ni manifestaciones pirotécnicas, ni ataques de pirómanos, ni nada de nada. Sus conclusiones fueron: Causas inexplicables.
Como los sucesos no podían quedar así y para la tranquilidad de la supersticiosa sociedad de la época, se organizó una segunda comisión formada por miembros del Instituto Geográfico y Catastral de Madrid, presidida por el ingeniero geógrafo José Cubillo Fluiters. En la finca de los Pedregales de Laroya, el ingeniero Luis de Miguel González de Miranda analizó todos los elementos inductores y condicionantes de los misteriosos fuegos y no encontrando ninguna explicación plausible, elaboró una hipótesis coherente para aplacar a los atribulados habitantes de la zona y tranquilizar a las autoridades locales: Se trata de fenómenos de descargas eléctricas microceráunicas difusas, producidos en combinación con un grado elevado de ionización atmosférica y condicionado por la calma y la sequedad del aire, circunstancias que dan a los fenómenos un carácter completamente eventual. Sólo le faltó añadir: e incomprensible, ya que muchos de los objetos que ardían, como el hierro, ¡no eran combustibles!.
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