Os habla el presidente. El hecho de que
estéis oyendo este mensaje significa que ya he muerto y que nuestro país ha
sido destruido. Pero vosotros sois soldados... sois los más adiestrados de toda
nuestra historia. Vosotros sabéis obedecer órdenes. Ahora tenéis que obedecer
la más dura que jamás habéis recibido...
–¿Dura? Pensó el primer oficial de radar
amargamente. No; ahora sería fácil, dado que habían visto la tierra que amaban
abrasada por el fuego de multitud de soles.
Ya no cabían las vacilaciones ni los
escrúpulos de que la venganza de los dioses cayera igualmente sobre inocentes y
culpables. Pero, ¿por qué, por qué se había dejado para tan tarde?
–...Sabéis con qué propósito se os
designó girar en una órbita secreta al otro lado de la Luna. Consciente de
vuestra existencia, pero sin poder estar nunca seguro de vuestra situación, el
agresor dudaría en lanzar un ataque contra nosotros.
Vosotros estabais destinados a ser la
suprema fuerza disuasoria fuera del alcance de las bombas sísmicas que podían
triturar los misíles enterrados en los silos y aplastar los submarinos
nucleares que merodeaban por el lecho marino. Aún quedabais vosotros para
replicar, en caso de que todas las demás armas nuestras fueran destruidas...
Como lo han sido, se dijo el capitán.
Había visto apagarse las luces una a una en el cuadro de operaciones, hasta que
no quedó una sola. Muchos, quizá, habían cumplido con su deber; de no ser así,
no tardaría él en completar la misión que hubieran dejado a medias. Nada de lo
que hubiera resistido el primer contraataque sobreviviría después del golpe que
se disponía a dar él.
–...Sólo por accidente o por un acto de
locura podía empezarse la guerra, ante la amenaza que vosotros representabais.
Esa ha sido la teoría en la que hemos apostado nuestras vidas, y ahora, por
razones que nunca sabremos, hemos perdido la partida...
El jefe astrónomo dejó vagar su mirada
por el pequeño portillo que tenía a un lado, en el cuarto de control central.
Sí; desde luego que habían perdido. Allí estaba la Tierra, suspendida en un
espléndido creciente plateado, recortándose sobre un fondo de estrellas. A
primera vista, nada parecía haber cambiado; pero si se miraba por segunda vez,
se veía que no era así... porque su lado nocturno no estaba completamente a
oscuras.
Punteando su superficie, brillando como
una fosforescencia maligna, se elevaban los mares llameantes de lo que habían
sido las ciudades. No eran muchos ahora, porque quedaban pocas sin arder.
La voz familiar seguía hablando todavía
desde el otro lado de la tumba. ¿Cuánto haría, se preguntaba el oficial de
transmisiones, que se había grabado este mensaje? ¿Y qué otras órdenes selladas
contendría la computadora superhumana del fuerte, que ya no escucharían jamás
porque se referían a situaciones militares que no se podían volver a suscitar?
Hizo retornar su espíritu de los mundos
que podían haber sido para enfrentarlo con la aterradora y aún inimaginable
realidad.
–...Si hubiéramos sido derrotados, pero
no destruidos, habríamos podido utilizaros como elemento de negociación. Ahora,
hasta esa pobre esperanza se ha perdido... y con ella se ha perdido también el
último fin por el que habéis sido destinados aquí, en el espacio.
–¿Qué quiere decir?, –pensó el oficial
de armamento–. Evidentemente, era ahora cuando había llegado el momento de su
destino. Los millones que habían muerto, los millones que deseaban haber
muerto... todos serían vengados cuando los negros cilindros de las bombas
gigantón cayeran en espiral sobre la Tierra.
Casi pareció que el hombre que ahora
había regresado al polvo había leído sus pensamientos.
–...Os preguntareis por qué, ahora que
ha sucedido todo esto, no os he dado orden de contraatacar. Os lo voy a decir.
Ahora ya es demasiado tarde. La fuerza disuasoria ha fallado. Nuestra patria ya
no existe, y la venganza no puede devolver la vida a los muertos. Ahora que ha
sido destruida media humanidad, destruir la otra mitad sería una locura
impropia de seres inteligentes. Las disputas que nos dividían hace veinticuatro
horas ya no tienen ningún sentido. En la medida en que lo permitan vuestros
corazones, debéis olvidar el pasado. Vosotros tenéis técnicas y conocimientos
que necesitará desesperadamente el planeta destrozado. Utilizad las dos cosas
sin escatimar esfuerzo, sin amargura, con el fin de reconstruir el mundo. Os
previne que vuestra misión sería difícil, pero ésta es mi última orden.
Lanzareis vuestras bombas al espacio y las haréis estallar a diez millones de
kilómetros de la Tierra. Esto demostrará a nuestro antiguo enemigo, que está
recibiendo también este mensaje, que habéis renunciado a vuestras armas. Luego
tendréis una cosa más que hacer. Hombres del Fuerte Lenin, el presidente del
Soviet Supremo os desea buena suerte y os ordena que os pongáis a la
disposición de los Estados Unidos.
Autor:
Arthur C. Clarke
No hay comentarios:
Publicar un comentario