Raymond West lanzó una bocanada de humo
y repitió las palabras con una especie de deliberado y consciente placer:
«Misterios sin resolver». Miró satisfecho a su alrededor. La habitación era
antigua, con amplias vigas oscuras que cruzaban el techo, y estaba amueblada
con muebles de buena calidad muy adecuados a ella. De ahí la mirada aprobadora
de Raymond West. Era escritor de profesión y le gustaba que el ambiente fuera
evocador. La casa de su tía Jane siempre le había parecido un marco muy
adecuado para su personalidad. Miró a través de la habitación hacia donde se
encontraba ella, sentada, muy tiesa, en un gran sillón de orejas. Miss Marple
vestía un traje de brocado negro, de cuerpo muy ajustado en la cintura, con una
pechera blanca de encaje holandés de Mechlin. Llevaba puestos mitones también
de encaje negro y un gorrito de puntilla negra recogía sus sedosos cabellos
blancos. Tejía algo blanco y suave, y sus claros ojos azules, amables y
benevolentes, contemplaban con placer a su sobrino y los invitados de su
sobrino.
Se detuvieron primero en el propio
Raymond, tan satisfecho de sí mismo. Luego en Joyce Lempriére, la artista, de
espesos cabellos negros y extraños ojos verdosos, y en sir Henry Clithering, el
gran hombre de mundo. Había otras dos personas más en la habitación: el doctor
Pender, el anciano clérigo de la parroquia; y Mr. Petherick, abogado, un enjuto
hombrecillo que usaba gafas, aunque miraba por encima y no a través de los
cristales. Miss Marple dedicó un momento de atención a cada una de estas
personas y luego volvió a su labor con una dulce sonrisa en los labios. Mr.
Petherick lanzó la tosecilla seca que precedía siempre sus comentarios.
–¿Qué es lo que has dicho, Raymond?
¿Misterios sin resolver? ¿Y a qué viene eso?
–A nada en concreto –replicó Joyce
Lempriére–. A Raymond le gusta el sonido de esas palabras y decírselas a sí
mismo.
Raymond West le dirigió una mirada de
reproche que le hizo echar la cabeza hacia atrás y soltar una carcajada.
–Es un embustero, ¿verdad, miss Marple?
–preguntó Joyce–. Estoy segura de que usted lo sabe.
Miss Marple sonrió amablemente, pero no
respondió.
–La vida misma es un misterio sin
resolver –sentenció el clérigo en tono grave.
Raymond se incorporó en su silla y
arrojó su cigarrillo al fuego con ademán impulsivo.
–No es eso lo que he querido decir. No
hablaba de filosofía –dijo–. Pensaba sólo en hechos meramente prosaicos, cosas
que han sucedido y que nadie ha sabido explicar.
–Sé a qué te refieres, querido –contestó
miss Marple–. Por ejemplo, miss Carruthers tuvo una experiencia muy extraña
ayer por la mañana. Compró medio kilo de camarones en la tienda de Elliot.
Luego fue a un par de tiendas más y, cuando llegó a su casa, descubrió que no
tenía los camarones. Volvió a los dos establecimientos que había visitado
antes, pero los camarones habían desaparecido. A mí eso me parece muy curioso.
–Una historia bien extraña –dijo sir
Henry en tono grave.
–Claro que hay toda clase de posibles
explicaciones –replicó miss Marple con las mejillas sonrojadas por la
excitación–. Por ejemplo, cualquiera pudo...
–Mi querida tía –la interrumpió Raymond
West con cierto regocijo–, no me refiero a esa clase de incidentes pueblerinos.
Pensaba en crímenes y desapariciones, en esa clase de cosas de las que podría
hablarnos largo y tendido sir Henry si quisiera.
–Pero yo nunca hablo de mi trabajo
–respondió sir Henry con modestia–. No, nunca hablo de mi trabajo.
Sir Henry Clithering había sido hasta
muy recientemente comisionado de Scotland Yard.
–Supongo que hay muchos crímenes y
delitos que la policía nunca logra esclarecer –dijo Joyce Lempriére.
–Creo que es un hecho admitido –dijo Mr.
Petherick.
–Me pregunto qué clase de cerebro puede
enfrentarse con más éxito a un misterio –dijo Raymond West–. Siempre he pensado
que el policía corriente debe tener el lastre de su falta de imaginación.
–Esa es la opinión de los profanos
–replicó sir Henry con sequedad.
–Si realmente quiere una buena ayuda
–dijo Joyce con una sonrisa–, parapsicología e imaginación, acuda al escritor
Y dedicó una irónica inclinación de
cabeza a Raymond, que permaneció serio.
–El arte de escribir nos proporciona una
visión interior de la naturaleza humana –agregó en tono grave–. Y tal vez el
escritor ve detalles que le pasarían por alto a una persona normal.
–Ya sé, querido –intervino miss Marple–,
que tus libros son muy interesantes, pero, ¿tú crees que la gente es en
realidad tan poco agradable como tú la pintas?
–Mi querida tía –contestó Raymond con
amabilidad–, quédate con tus ideas y que no permita el cielo que yo las
destroce en ningún sentido.
–Quiero decir –continuó miss Marple
frunciendo un poco el entrecejo al contar los puntos de su labor– que a mí
muchas personas no me parecen ni buenas ni malas, si no sencillamente muy
tontas.
Mr. Petherick volvió a lanzar su
tosecilla seca.
–¿No te parece, Raymond –dijo–, que das
dernasiada importancia a la imaginación? La imaginación es algo muy peligroso y
los abogados lo sabemos demasiado bien. Ser capaz de examinar las pruebas con
imparcialidad y de considerar los hechos sólo como factores, me parece el único
método lógico de llegar a la verdad. Y debo añadir que, por experiencia, sé que
es el único que da resultado.
–¡Bah! –exclamó Joyce echando hacia
atrás sus cabellos negros de una forma indignante–. Apuesto a que podría
ganarles a todos en este juego. No sólo soy mujer (y digan lo que digan, las
mujeres poseemos una intuición que les ha sido negada a los hombres), sino
además artista. Veo cosas en las que ustedes jamás repararían. Y, como artista,
también he tropezado con toda clase de personas. Conozco la vida como no es
posible que la haya conocido nuestra querida miss Marple.
–No estoy segura, querida –replicó miss
Marple–. Algunas veces, en los pueblos ocurren cosas muy dolorosas y terribles.
–¿Puedo hablar? –preguntó el doctor
Pender con una sonrisa–. No se me oculta que hoy en día está de moda
desacreditar al clero, pero nosotros oímos cosas que nos permiten conocer un
aspecto del carácter humano que es un libro cerrado para el mundo exterior.
–Bien -dijo Joyce–, parece que formamos
un bonito grupo representativo. ¿Qué les parece si formásemos un club? ¿Qué día
es hoy? ¿Martes? Le llamaremos el Club de los Martes. Nos reuniremos cada
semana y cada uno de nosotros por turno deberá exponer un problema o algún
misterio que cada uno conozca personalmente y del que, desde luego. sepa la
solución. Dejadme ver cuántos somos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. En realidad,
tendríamos que ser seis.
–Te has olvidado de mí, querida –dijo
miss Marple con una sonrisa radiante.
Joyce quedó ligeramente sorprendidas
pero se rehízo en seguida.
–Sería magnífico miss Marple –le dijo–.
No pensé que le gustaría participar en esto.
–Creo que será muy interesante –replicó
miss Marple–, especialmente estando presentes tantos caballeros inteligentes.
Me temo que yo no soy muy lista pero, haber vivido todos estos años en St. Mary
Mead, me ha dado cierta visión de la naturaleza humana.
–Estoy seguro de que su cooperación será
muy valiosa –dijo sir Henry con toda cortesía.
–¿Quién será el primero?
–Creo que no hay la menor duda en cuanto
a eso –replicó el doctor Pender–, puesto que tenemos la gran fortuna de contar
entre nosotros con un hombre tan distinguido como sir Henry.
Dejó la frase sin acabar, mientras hacía
una cortés inclinación hacia sir Henry. El aludido guardó silencio unos
instantes y, al fin, con un suspiro y cruzando las piernas, comenzó:
–Me resulta un poco difícil escoger al
tipo de historia que ustedes desean oír, pero creo que conozco un ejemplo que
cumple muy bien los requisitos exigidos. Es posible que hayan leído algún
comentario acerca de este caso en los periódicos del año pasado. Entonces se
archivó como un misterio sin resolver, pero da la casualidad de que la solución
llegó a mis manos no hace muchos días.
»Los hechos son bien sencillos. Tres
personas se reunieron para una cena que consistía, entre otras cosas, de
langosta enlatada. Más tarde aquella noche, los tres se sintieron indispuestos
y se llamó apresuradamente a un médico. Dos de ellos se restablecieron y el
tercero falleció.
–¡Ah! –dijo Raymond en tono aprobador.
–Como digo, los hechos fueron muy
sencillos. Su muerte fue atribuida a envenenamiento por alimentos en mal
estado, se extendió el certificado correspondiente y la víctima fue enterrada.
Pero las cosas no acabaron ahí.
Miss Marple asintió.
–Supongo que empezarían las habladurías,
como suele ocurrir.
–Y ahora debo describirles a los actores
de este pequeño drama. Llamaré al marido y a la esposa, Mr. y Mrs. Jones, y a
la señorita de compañía de la esposa, miss Clark. Mr. Jones era viajante de una
casa de productos químicos. Un hombre atractivo en cierto modo, jovial y de
unos cuarenta años. Su esposa era una mujer bastante corriente, de unos
cuarenta y cinco años, y la señorita de compañía, miss Clark, una mujer de
sesenta, gruesa y alegre, de rostro rubicundo y resplandeciente. No podemos
decir de ninguno de ellos que resultara una personalidad muy interesante.
«Ahora bien, las complicaciones
comenzaron de modo muy curioso. Mr. Jones había pasado la noche anterior en un
hotelito de Birmingham. Dio la casualidad de que aquel día habían cambiado el
papel secante, que por lo tanto estaba nuevo, y la camarera, que al parecer no
tenía otra cosa mejor que hacer, se entretuvo en colocarlo ante un espejo
después de que Mr. Jones escribiera unas cartas. Pocos días más tarde, al
aparecer en los periódicos la noticia de la muerte de Mrs. Jones como
consecuencia de haber ingerido langosta en mal estado, la camarera hizo
partícipes a sus compañeros de trabajo de las palabras que había descifrado en
el papel secante: «Depende enteramente de mi esposa... cuando haya muerto yo
haré...cientos de miles...»
»Recordarán ustedes que no hace mucho
tiempo hubo un caso en el que la esposa fue envenenada por su marido. No se
necesitó mucho más para exaltar la imaginación de la camarera del hotel. ¡Mr.
Jones había planeado deshacerse de su esposa para heredar cientos de miles de
libras! Por casualidad, una de las camareras tenía unos parientes en la pequeña
población donde residían los Jones. Les escribió y ellos contestaron que Mr. Jones,
al parecer, se había mostrado muy atento con la hija del médico de la
localidad, una hermosa joven de treinta y tres años, y empezó el escándalo. Se
solicitó una revisión del caso al ministerio del Interior y en Scotland Yard se
recibieron numerosas cartas anónimas acusando a Mr. Jones de haber asesinado a
su esposa. Debo confesar que ni por un momento sospechamos que se tratase de
algo más que de las habladurías y chismorreos de la gente del pueblo. Sin
embargo, para tranquilizar a la opinión pública se ordenó la exhumación del
cadáver. Fue uno de esos casos de superstición popular basada en nada sólido y
que resultó sorprendentemente justificado. La autopsia dio como resultado el
hallazgo del arsénico suficiente para dejar bien sentado que la difunta señora
había muerto envenenada por esta sustancia. Y en manos de Scotland Yard, junto
con las autoridades locales, quedó el descubrir cómo le había sido administrada
y por quién.
–¡Ah! –exclamó Joyce–. Me gusta. Esto sí
que es bueno.
–Naturalmente, las sospechas recayeron
en el marido. Él se beneficiaba de la muerte de su esposa. No con los cientos
de miles que románticamente imaginaba la doncella del hotel, pero sí con la
buena suma de ocho mil libras. El no tenía dinero propio, aparte del que
ganaba, y era un hombre de costumbres un tanto extravagantes y al que le
gustaba frecuentar la compañía femenina. Investigamos con toda la delicadeza
posible sus relaciones con la hija del médico, pero, aunque al parecer había
habido una buena amistad entre ellos tiempo atrás, habían roto bruscamente unos
dos meses antes y desde entonces no parecía que se hubieran visto. El propio
médico, un anciano íntegro y de carácter bonachón, quedó aturdido por el
resultado de la autopsia. Le habían llamado a eso de la medianoche para atender
a los tres intoxicados. Al momento comprendió la gravedad de Mrs. Jones y envió
a buscar a su dispensario unas píldoras de opio para calmarle el dolor. No
obstante, a pesar de sus esfuerzos, la señora falleció, aunque ni por un
momento sospechó que se tratara de algo anormal. Estaba convencido de que su
muerte fue debida a alguna forma de botulismo. La cena de aquella noche había
consistido básicamente en langosta enlatada con ensalada, pastel y pan con
queso. Lamentablemente, no quedaron restos de la langosta: se la comieron toda
y tiraron la lata. Interrogó a la doncella, Gladys Linch, que estaba llorosa y
muy agitada, y que a cada momento se apartaba de la cuestión, pero declaró una
y otra vez que la lata no estaba hinchada y que la langosta le había parecido
en magníficas condiciones.
ȃstos eran los hechos en los que
debíamos basarnos. Si Jones había administrado subrepticiamente arsénico a su
esposa, parecía evidente que no pudo hacerlo con los alimentos que tomaron en
la cena, puesto que las tres personas comieron lo mismo. Y también hay otra
cosa: el propio Jones había regresado de Birmingham en el preciso momento en
que la cena era servida, de modo que no tuvo oportunidad de alterar ninguno de
los alimentos de antemano.
–¿Y qué me dice de la señorita de
compañía de la esposa? –preguntó Joyce–. La mujer gruesa de rostro alegre.
Sir Henry asintió.
–No nos olvidamos de miss Clark, se lo
aseguro.
Pero nos parecieron dudosos los motivos
que pudiera tener para cometer el crimen. Mrs. Jones no le dejó nada en
absoluto y, como resultado de la muerte de su patrona, tuvo que buscarse otra
colocación.
–Eso parece eliminarla –replicó Joyce
pensativa.
–Uno de mis inspectores pronto descubrió
un dato muy significativo –prosiguió sir Henry–. Aquella noche, después de
cenar, Mr. Jones bajó a la cocina y pidió un tazón de harina de maíz para su
esposa que se había quejado de que no se encontraba bien. Esperó en la cocina
hasta que Gladys Linch lo hubo preparado y luego él mismo lo llevó a la habitación de su esposa. Esto, admito,
pareció cerrar el caso.
El abogado asintió.
–Móvil –dijo uniendo las puntas de sus
dedos–. Oportunidad. Y además, como viajante de una casa de productos químicos,
fácil acceso al veneno.
–Y era un hombre de moral un tanto
endeble –agregó el clérigo.
Raymond West miraba fijamente asir
Henry.
–Hay algún gazapo en todo esto –dijo–.
¿Por qué no lo detuvieron?
Sir Henry sonrió con pesar.
–Esa es la parte desgraciada de este
asunto. Hasta aquí todo había ido sobre ruedas, pero ahora llegamos a las
dificultades. Jones no fue detenido porque, al interrogar a miss Clark, nos
dijo que el tazón de harina de maíz no se lo tomó Mrs. Jones sino ella. Sí,
parece ser que acudió a su habitación como tenía por costumbre. La encontró
sentada en la cama y a su lado estaba el tazón de harina de maíz.
–No me encuentro nada bien, Milly –le
dijo–. Me está bien empleado por comer langosta por la noche. Le he pedido a
Albert que me trajera un tazón de harina de maíz, pero ahora no me apetece.
–Es una lástima –comentó miss Clark–,
está muy bien hecho, sin grumos. Gladys es realmente una buena cocinera. Hoy en
día hay muy pocas chicas que sepan preparar una taza de harina de maíz como es
debido. Le confieso que a mí me gusta mucho, y estoy hambrienta.
–Creí que continuabas con tus tonterías
–le dijo Mrs. Jones.
»Debo explicar –aclaró sir Henry– que
miss Clark, alarmada por su constante aumento de peso, estaba siguiendo lo que
vulgarmente se conoce como «una dieta».te conviene, Milly, de veras –le había
dicho Mrs. Jones–. Si Dios te ha hecho gruesa, es que tienes que serlo. Tómate
esa harina de maíz, que te sentará de primera.
»Y acto seguido, miss Clarkse puso a
ello y se acabó el tazón. De modo que ya ven ustedes, nuestra acusación contra
el marido quedó hecha trizas. Al pedirle una explicación de las palabras que
aparecieron en el papel secante, Jones nos la dio en seguida. La carta,
explicó, era la respuesta a una que le había escrito su hermano desde Australia
pidiéndole dinero. Y él le contestó diciendo que dependía enteramente de su
esposa y que hasta que ella muriera no podría disponer de dinero. Lamentaba su
imposibilidad de ayudarle de momento,pero le hacía observar que en el mundo
existen cientos de miles de personas que pasan los mismos apuros.
–¿Y el caso se vino abajo? –comentó el
doctor Pender.
–Y el caso se vino abajo –repitió sir
Henry en tono grave–. No podíamos correr el riesgo de detener a Jones sin tener
algo en que apoyarnos.
Hubo un silencio y al cabo Joyce dijo:
–Y eso es todo, ¿no es cierto?
–Así es como quedó el caso durante todo
el año pasado. La verdadera solución está ahora en manos de Scotland Yard y
probablemente dentro de dos o tres días podrán leerla en los periódicos.
–La verdadera solución –exclamó Joyce
pensativa–. Quisiera saber... Pensemos todos por espacio de cinco minutos y
luego hablemos.
Raymond West asintió al tiempo que
consultaba su reloj. Cuando hubieron transcurrido los cinco minutos, miró al
doctor Pender.
–¿Quiere ser usted el primero en hablar?
–le preguntó.
El anciano meneó la cabeza.
–Confieso –dijo– que estoy completamente
despistado. No puedo dejar de pensar que el esposo tiene que ser el culpable de
alguna manera, pero no me es posible imaginar cómo lo hizo. Sólo sugiero que
debió de administrarle el veneno por algún medio que aún no ha sido
descubierto, aunque, si es así, no comprendo cómo puede haber salido a la luz
después de tanto tiempo.
–¿Joyce?
–¡La señorita de compañía de la esposa!
–contestó Joyce decidida–. ¡Desde luego! ¿Cómo sabemos que no tuvo motivos para
hacerlo? Que fuese vieja y gorda no quiere decir que no estuviera enamorada de
Jones. Podía haber odiado a la esposa por cualquier otra razón. Piensen lo que
representa ser una acompañante, tener que mostrarse siempre amable, estar de
acuerdo siempre y tragárselo todo. Un día, no pudo resistirlo más y se decidió
a matarla. Probablemente puso el arsénico en el tazón de harina de maíz y toda
esa historia de que se lo comió sea mentira.
–¿Mr. Petherick?
El abogado unió las yemas de los dedos
con aire profesional.
–Apenas tengo nada que decir. Basándome
en los hechos no sabría qué opinar.
–Pero tiene que hacerlo, Mr. Petherick
–dijo la joven–. No puede reservarse su opinión, alegando prejuicios legales.
Tiene que participar en el juego.
–Considerando los hechos –dijo
Mr.Petherick–, no hay nada que decir. En mi opinión particular y habiendo
visto, por desgracia, demasiados casos de esta clase, creo que el esposo es
culpable. La única explicación que se me ocurre es que miss Clark lo encubrió
deliberadamente por algún motivo. Pudo haber algún arreglo económico entre
ellos. Es posible que él creyera que iba a resultar sospechoso y ella, viendo
ante sí un futuro lleno de pobreza, tal vez se avino a contar la historia de la
harina de maíz a cambio de una suma importante que recibiría en privado. Si
éste es el caso, desde luego es de lo más irregular.
–No estoy de acuerdo con ninguno de
ustedes –dijo Raymond–. Han olvidado ustedes un factor muy importante de este
caso: la hija del médico. Voy a darles mi visión de los hechos. La langosta
estaba en mal estado, de ahí los síntomas de envenenamiento. Se manda llamar al
doctor, que encuentra a Mrs. Jones, que ha comido más langosta que los demás,
presa de grandes dolores y manda a buscar comprimidos de opio tal como nos
dijo. No va él en persona, sino que envía a buscarlas. ¿Quién entrega los
comprimidos al mensajero? Sin duda su hija. Está enamorada de
Jones y en aquel momento se despiertan
todos los malos instintos de su naturaleza y le hacen comprender que tiene en
sus manos el medio de conseguir su libertad. Los comprimidos que envía
contienen arsénico blanco. Esta es mi solución.
–Y ahora, cuéntenos el verdadero
desenlace, sir Heniy –exclamó Joyce con ansiedad.
–Un momento –dijo sir Henry–, todavía no
ha hablado miss Marple.
Miss Marple tan sólo movía la cabeza
tristemente.
–Vaya, vaya –dijo–, se me ha escapado
otro punto. Estaba tan entusiasmada escuchando la historia. Un caso triste, sí,
muy triste. Me recuerda al viejo Hargraves, que vivía en Mount. Su esposa nunca
tuvo la menor sospecha hasta que, al morir, dejó todo su dinero a una mujer con
la que había estado viviendo, y con la que tenía cinco hijos. En otro tiempo
había sido su doncella. Era una chica tan agradable, decía siempre Mrs.
Hargraves, no tenía que preocuparse de que diera la vuelta a los colchones cada
día, siempre lo hacía, excepto los viernes, por supuesto. Y ahí tienen al viejo
Hargraves, que le puso una casa a esa mujer en la población vecina y continuó
siendo sacristán y pasando la bandeja cada domingo.
–Mi querida tía Jane –dijo Raymond con
cierta impaciencia–. ¿Qué tiene que ver el desaparecido Hargraves con este
caso?
–Esta historia me lo recordó en seguida
–dijo miss Marple–. Los hechos son tan parecidos, ¿no es cierto? Supongo que la
pobre chica ha confesado ya y por eso sabe usted la solución, sir Henry.
–¿Qué chica? –preguntó Raymond–. Mi
querida tía, ¿de qué estás hablando?
–De esa pobre chica, Gladys Linch, por
supuesto.La que se puso tan nerviosa cuando habló con el doctor, y bien podía
estarlo la pobrecilla .Espero que ahorquen al malvado Jones por haber
convertido en una asesinaa esa pobre muchacha. Supongo que a ella también la
ahorcarán, pobrecilla.
–Creo, miss Marple, que está usted
equivocada –comenzó a decir Mr. Petherick entre titubeos.
Pero miss Marple meneó lacabeza con
obstinación, y miró de hito en hito a sir Henry.
–¿Estoy en lo cierto o no? Yo lo veo muy
claro. Los cientos de miles, el pastel... quiero decir que no puede pasarse por
alto.
–¿Qué es eso del pastel y de los cientos
de miles? –exclamó Raymond.
Su tía se volvió hacia él.
–Las cocineras casi siempre ponen
«cientos de miles» en los pasteles, querido –le dijo–.Son esos azucarillos
rosas y blancos. Desde luego, cuando oí que habían tomado pastel para cenar y
que el marido se había referido en una carta a cientos de miles, relacioné
ambas cosas. Allí es donde estaba el arsénico, en los cientos de miles. Se lo
entregó a la muchacha y le dijo que lo pusiera en el pastel.
–¡Pero eso es imposible! –replicó Joyce
vivamente–. Todos lo tomaron.
–¡Oh, no! –dijo miss Marple–.Recuerde que
la compañera de Mrs. Jones estaba haciendo régimen para adelgazar. Nunca se
come pastel, si una está a dieta. Y supongo que Jones se limitaría a separar
los «cientos de miles» de su ración poniéndolos a un lado en el plato. Fue una
idea inteligente, aunque muy malvada.
Los ojos de todos estaban fijos en sir
Henry.
–Es curioso –dijo despacio–, pero da la
casualidad de que miss Marple ha dado con la solución. Jones había metido a
Gladys Linch en un serio problema, tal como se dice vulgarmente, y ella estaba
desesperada. El deseaba librarse de su esposa y prometió a Gladys casarse con
ella cuando su mujer muriese. El consiguió los «cientos de miles» y se los
entregó a ella con instrucciones para su uso. Gladys Linch falleció hace una
semana. Su hijo murió al nacer y Jones la había abandonado por otra mujer.
Cuando agonizaba, confesó la verdad.
Hubo unos instantes de silencio y luego
Raymond dijo:
–Bueno, tía Jane, esta vez has ganado.
No entiendo cómo has adivinado la verdad. Nunca hubiera pensado que la doncella
tuviera nada que ver con el caso.
–No, querido –replicó miss Marple–, pero
tú no sabes de la vida tanto como yo. Un hombre como Jones, rudo y jovial. Tan
pronto como supe que había una chica bonita en la casa me convencí de que no la
dejaría en paz. Todo esto son cosas muy penosas y no demasiado agradables de
comentar. No puedes imaginarte el golpe que fue para Mrs. Hargraves y la
sorpresa que causó en el pueblo.
Autora:
Agatha Christie
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