En 1897, el
párroco de la iglesia del Sagrado Corazón del Sufragio, en Roma, inició una
extraña colección: las huellas de fuego dejadas en páginas de libros, ropas o
sábanas por almas que han regresado del más allá para «pedir el sufragio de
oraciones».
La
iglesia del Sagrado Corazón del Sufragio, en Roma. En ella se conservan objetos que muestran extrañas marcas de fuego: éstas han sido definidas como «testimonios del más allá». |
La iglesia del
Sagrado Corazón del Sufragio, en Roma. En ella se conservan objetos que
muestran extrañas marcas de fuego: éstas han sido definidas como «testimonios
del más allá».
La iglesia del
Sagrado Corazón del Sufragio, situada frente al Tíber, en Roma, constituye una
curiosidad en sí misma: es la única construcción de estilo neogótico de la
capital. Pequeña, apretada entre altos edificios, es una rareza arquitectónica
de la Ciudad Eterna. Pero encierra otras rarezas, además de su aspecto exterior.
Dentro de la
iglesia hay algo que quizá sea único en el mundo: en un cuartito contiguo a la
iglesia se puede adivinar lo que podríamos llamar «una colección de testimonios
del más allá». Se trata de un conjunto de sábanas, hábitos, tablillas y páginas
de libros encerrados en vitrinas de cristal, todos los cuales muestran signos
impresionantes: cruces, huellas ennegrecidas de dedos y de manos.
Esta singular
colección fue iniciada en 1897. En aquel año, la capilla de la Virgen del
Rosario, situada junto a la iglesia, se incendió. Cuando las llamas quedaron
extinguidas el párroco de aquella época, Victor Jouet, observó algo extraño en
una pared del altar. Quizá había sido una jugarreta del fuego, pero el hecho
era que el humo había trazado un dibujo que resultaba, por lo menos,
alucinante: parecía un rostro, un rostro de expresión afligida y melancólica.
Jouet llegó a
una conclusión muy personal: quizá era un difunto que trataba de comunicarse
con los vivos, probablemente un alma en pena, condenada a pasar un período más
o menos largo en el purgatorio. El religioso se preguntó si en otros lugares se
habrían registrado apariciones análogas, y comenzó a realizar investigaciones
en ese sentido.
La búsqueda no
resultó nada sencilla pero, al cabo de algunos años, el padre Jouet consiguió
reunir muchos testimonios curiosos que parecían confirmar su hipótesis: en
varios casos, almas que se encontraban en el purgatorio se habían manifestado a
los vivos, pidiendo plegarias e intercesiones que apresuraran su llegada al
paraíso.
La documentación
relativa a estos hechos increíbles se conserva justamente en el museo anexo a
la iglesia del Sagrado Corazón del Sufragio, un museo escalofriante que permite
revivir, a través de las dramáticas «huellas de fuego» que han persistido de
ellas, las sombrías historias que ocurrieron en el. pasado.
Una tablilla que
tiene impresa la huella de la palma de una mano. La extraña colección fue
iniciada en 1897 por el párroco de la iglesia romana.
Una
tablilla que tiene impresa la huella de
la palma de una mano.
La extraña
colección fue iniciada en 1897
por el párroco de la iglesia romana.
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Era la noche del
21 de diciembre de 1838. José Stitz estaba leyendo un libro de oraciones
cuando, de improviso, se estampó en una de las páginas la huella de una mano.
El corazón de Stitz dio un brinco de temor, tanto más porque le pareció sentir
una presencia insólita, una ráfaga de viento frío. Después, creyó escuchar una
voz: reconoció la de su hermano, muerto hacía poco, que le suplicaba que
hiciera rezar unas misas por su alma, para abreviar su estancia en el
purgatorio. Stitz se sobresaltó; creyó que se había quedado dormido un momento,
pero no era así: lo probaba la palma ennegrecida claramente visible en una
página del libro.
También le
hermana Margarita del Sagrado Corazón recibió, en la noche del 5 de junio de
1864, una visita de ultratumba. La religiosa estaba acostada; de pronto, su celda
se llenó de sombras indistintas y una de éstas se fue concretando, lentamente,
hasta hacerse reconocible: era la hermana Maria, muerta poco tiempo antes. La
aparición, vestida con el hábito de las clarisas –orden a la que había
pertenecido la difunta–, parecía desesperada. Cuando vivía –explicó a la
atónita Margarita– había cometido un grave pecado: había deseado ardientemente
la muerte, con el objeto de sustraerse a los dolores que le causaba la
enfermedad que sufría, y a consecuencia de la cual murió. Por esto, le habían
correspondido veinte años de purgatorio. El «fantasma» pidió luego oraciones
que apresuraran su paso al paraíso. La hermana Margarita, aunque lógicamente se
sentía aterrorizada, creía ser víctima de una alucinación. Y, para convencerla,
la aparición quiso dejar un signo tangible de su presencia y tocó con un dedo
de fuego la funda de su almohada.
Junto a este
documento, se encuentra en la iglesia del Sagrado Corazón del Sufragio otro
testimonio ultraterreno. Fue dejado, el 1 de noviembre de 1731, por el padre
Panzini, abad de la ciudad italiana de Mantua. Su venida a este mundo para
pedir la intercesión de los vivos se estampó sobre la túnica de la venerable
madre Isabella Fornari, abadesa de las clarisas de Todi, con dos huellas, la segunda
de las cuales quemó el hábito y la camisa de la religiosa. El padre Panzini
dejó además otros «signos» en hojas de papel y en una mesilla de madera en la
que hasta quedó impresa una cruz.
La huella de una
mano y de una cruz, dejadas, según las hipótesis que se barajaron en la época,
por almas que permanecían en el purgatorio y se presentaban a los vivos para
pedir oraciones que aceleraran su paso al paraíso.
La lista podría
continuar largamente, pero bastará con recordar aquí otra historia vinculada a
una huella de fuego. Se remonta a 1814. Una noche de ese año Margarita
Demmerlé, de Metz (Francia), recibió la visita de la madre de su marido: «Soy
tu suegra, muerta de parto hace treinta años –dijo el fantasma–. Haz una
peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Marienthal por mí.» La nuera
obedeció, y cuando hubo realizado la peregrinación, la difunta reapareció.
Después de agradecerle su bondad le dijo que, finalmente, estaba a punto de
ascender al paraíso y le dejó un «recuerdo»: una huella de fuego en el vestido
que llevaba.
¿Qué decir a
propósito de este insólito «museo del más allá»? Quizá convenga subrayar, en
primer lugar, que los episodios ocurrieron en épocas pasadas, cuando la gente
quizá estuviera más dispuesta a aceptar la posibilidad de estas «visitas». Hay
que observar, además, que estas extrañas apariciones siempre tuvieron lugar por
la noche, en las horas que se han revelado como más idóneas para que se
produzcan fenómenos de alucinación y sugestión.
Agreguemos,
finalmente, que algunas de estas historias tienen como protagonistas, ya a
religiosos, ya a creyentes fervientes, como José Stitz, que estaba leyendo un
libro de oraciones cuando se le apareció su difunto hermano.
De modo que bien
podríamos imaginar que estas personas –que, por otra parte, es posible que
estuvieran adormiladas, o en esa especie de ligero trance que tanto se parece
al duermevela– hayan provocado ellas mismas esos fenómenos psicokinéticos. En
ese caso, los «fantasmas» y sus «huellas de fuego» podrían haber sido creados
por sus mentes que, fuertemente impresionadas por su presunto contacto con el
más allá, habrían originado acontecimientos PK.
Huella en las
páginas de un libro. Todos los episodios que se conocen tuvieron lugar por la
noche; por lo tanto, se podrían explicar racionalmente como fenómenos
psicokinéticos.
Huella
en las páginas de un libro.
Todos los episodios que se conocen tuvieron
lugar
por la noche; por lo tanto,
se podrían explicar racionalmente como
fenómenos
psicokinéticos
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¿Será esta una
explicación demasiado racionalista? No deja de ser extraño que ni siquiera
quienes creen en la realidad del espiritismo hagan figurar con seguridad «las
huellas de fuego» entre los fenómenos que dan fe de una comunicación entre este
y «el otro mundo». Hechos de este tipo suceden muy pocas veces en el curso de
sesiones mediúmnicas. El estudioso alemán Hartmann informó acerca de uno,
ocurrido en presencia de la médium Elisabetta Esslinger:
En el transcurso
de una sesión, la mujer, antes de estrechar la mano a una presunta «pobre
alma», liberada por medio de sus asiduas plegarias, se envolvió la mano con un
pañuelo. Fue una protección utilísima, porque el apretón hizo saltar chispas
que dejaron sobre la tela trazas de quemaduras en forma de mano.
Por otro lado,
en un opúsculo editado por los misioneros del Sagrado Corazón se puede leer:
La Iglesia
condena el espiritismo, considerado una creencia susceptible de evocar con
prácticas mediúmnicas el espíritu de los difuntos. Pero el museo recoge
solamente huellas causadas por almas que volvieron espontáneamente, para pedir
sufragios de plegarias o buenas obras.
Las «huellas de fuego»
se hallan, por lo tanto, estrechamente ligadas a un problema de fe.
Misteriosas, enigmáticas, constituyen un desafío inquietante para el hombre del
año 2000 que, evidentemente, es ya incapaz de sumergirse en una atmósfera que
haga posibles fenómenos de este tipo.
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