sábado, 20 de agosto de 2011

Ya no sangro


En medio de la noche, un grito se oyó de entre los árboles de ese lugar que tantos momentos pasé en aquellas noches que se hacían eternas en mi lecho de muerte. Me acerqué y oí unos susurros que me llamaban. En momentos como aquellos notaba cómo mi sangre corría por mis venas y sangraba. Sangraba como nunca había hecho, devolviéndome a mi estado natural. Aquella niña apareció de entre las sombras y me miraba con unos ojos que me comprendían. Ella también sangraba, pero nadie lo veía.
Salió de detrás de una cruz donde vigilaba los difuntos que en su sepulcro guardaba celosamente. Me daba la impresión de que siempre estuvo ahí. Cada noche pasaba por aquel lugar pero nunca la había visto. Se acercó a mí lentamente, como si nunca se fuera a acabar el mundo, como si no existiese el tiempo ni el espacio, como si no hubiera nada por lo que esperar. Alzó la mano para tocarme como si fuera a atrapar una mariposa recién nacida de la primavera, y me acarició con mucha ternura. Me daba la impresión que era mi hermana difunta la que me estaba tocando.
Mi hermana pequeña siempre estaba en su habitación. Nunca salía de allí. Desde pequeña padecía una enfermedad que desde el primer momento sabía que la iba a tener encerrada para siempre. Muchas veces entraba a hacerle compañía y ella me sonreía siempre. No hablaba, sólo miraba con aquellos ojos vacíos que parecía que no acababan nunca. Entonces me acariciaba la mejilla con esa dulzura rota que la caracterizaba; parecía que me iba a arrancar la cara sólo con rozarme porque en su tacto había una desesperación vacía. Cuando murió supe que era donde debía estar porque su interior me lo imploraba.
Cuando la niña de la cruz me tocó, noté cómo dejaba de sangrar poco a poco. A medida que yo dejaba de sangrar, ella se iba desquebrajando. La miraba con ojos compasivos a la vez que confusos; ¿aquella niña era un ángel? Un ángel desquebrajado... quizás su destino haya sido ése, pero ya no la veía sangrando. Gracias Dios... dijo, y se evaporó entre la oscuridad en una dulce ráfaga de viento.
En mi interior una voz decía: “ya no sangro”.

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