Casi todo el
inmenso y viejo edificio del colegio estaba oscuro. Afuera también dominaban
las tinieblas, y las delgadas siluetas de los pinos que había más allá del
patio apenas se distinguían en la oscuridad de aquella noche sin luna.
Dentro del colegio, en una pequeña
pieza, tres vigilantes jugaban a las cartas.
El más joven de ellos se llamaba Luciano, y era su primer noche
trabajando allí.
Habían llegado casi al mismo tiempo, y
aún no habían recorrido el lugar, entonces Luciano creyó que debía tomar la
iniciativa. Apartó los ojos de las cartas y, mirando a sus compañeros les dijo:
- Voy a hacer la
primer recorrida, si les parece… No sé cómo nos vamos a organizar…
- No te apures,
muchacho -dijo el más veterano-. No es necesario que hagamos ningún recorrido.
¿Has visto los muros que rodean todo el predio, y el tejido de alambre que hay
sobre este? Nadie va a entrar aquí.
- Sí, los he
visto, pero igual nuestro trabajo es recorrer el edificio, ¿no? Nos pagan para
eso.
- Nos pagan para
sentir que su colegio está más seguro, pero para hacer que recorramos este
edificio de noche, el sueldo que nos dan no alcanza, créeme.
Luciano no
insistió. No quería enemistarse con sus compañeros. El que había permanecido
callado era un tipo canoso, de ojos claros, y lo miraba sobre las cartas con
una mirada de, no sigas con el tema, y el veterano que había dado sus razones
ahora se abocaba a tomar café. Luciano
intuyó también, por lo que dijo su compañero, que temían recorrer el lugar.
“¡Vaya vigilantes que son!”, pensó.
Pasada la medianoche, Luciano giró de
pronto la cabeza y prestó atención. Los otros demostraron haber escuchado lo
mismo que él, pero no se alarmaron y enseguida trataron de desviar su atención
hacia otra cosa; mas Luciano se puso de pié tras unos segundos de escuchar
atento.
- Esa música
viene de aquí adentro -afirmó Luciano, mirando a sus compañeros.
- Sí, hay noches
que se la escucha -comentó el canoso aparentando indiferencia, pero el esfuerzo
que hacía él y su compañero para restarle importancia al asunto era, a pesar
suyo, revelador: tenían miedo.
- ¿Y qué es,
quién toca esa música? ¿Qué hacemos…? ¿Es un violín?
- Mira, estamos
seguros que no es una persona, no necesitamos ir a ver para saberlo. Crees que
alguien va a venir a tocar el violín a la media noche, ¿te parece? Hemos
entrado a ese salón cuando ya está de día y no hay nada. El edificio está embrujado, o como quieras
llamarlo. También se escuchan otras cosas, que de solo contártelas te
asustarías. Te acostumbras o renuncias, tú decides, o, si quieres, ve y recorre
el lugar, ve ahora a ver qué hay en ese salón.
Luciano se tomó
en serio el desafío. Eligió la linterna más grande que tenían y salió al
corredor.
Con cada paso
que daba la melodía se escuchaba más fuerte, resonaba en todo el lugar y
reverberaba en los corredores más lejanos.
Las palabras de
sus compañero le parecían ahora muy sensatas, pero igual siguió andando.
Al pasar frente
a una puerta esta se abrió de golpe. Desde el interior oscuro de aquel salón se
deslizó rápidamente hacia él la aparición de una monja que lucía enfadada. Al
estar más cerca la aparición empezó a sonreír diabólicamente. Luciano estaba
paralizado. De pronto lo tomaron por un brazo y el cuello del abrigo y lo
jalaron violentamente hacia un costado; era su compañero canoso, el más
veterano también estaba allí.
- No corras -le
advirtió aquel-. Y no voltees.
Mientras los
tres desandaban el pasillo Luciano sintió que los seguían, pero no volteó.
Cuando llegaron a su pieza le ofrecieron café mientras le palmeaban el hombro.
- ¡Muchacho
valiente! Eres el primero que se atreve a investigar después de escuchar algo,
pero, como ya has visto, este lugar realmente está embrujado, y es cosa seria
-le dijo el veterano-. Acostumbrarse de todo a esto, uno no se acostumbra, para
ser franco, todavía me asusta, pero es un trabajo. ¿Te quedas?
- Me quedó
-afirmó Luciano, ya algo repuesto del terrible susto que había experimentado.
Ahora creía que sus compañeros eran muy valientes. ¡Vaya vigilantes que son!
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